Después de habernos servido del sueño como modelo
normal de las perturbaciones mentales narcisistas, vamos a intentar esclarecer
la esencia de la melancolía, comparándola con el duelo, afecto normal paralelo
a ella. Pero esta vez hemos de anticipar una confesión, que ha de evitarnos
conceder un valor exagerado a nuestros resultados. La melancolía, cuyo concepto
no ha sido aún fijamente determinado, ni siquiera en la Psiquiatría
descriptiva, muestra diversas formas clínicas, a las que no se ha logrado
reducir todavía a una unidad, y entre las cuales hay algunas que recuerdan más
las afecciones somáticas que las psicógenas. Abstracción hecha de algunas
impresiones, asequibles a todo observador, se limita nuestro material a un
pequeño número de casos sobre cuya naturaleza psicógena no cabía duda. Así,
pues, nuestros resultados no aspiran a una validez general; pero nos
consolaremos pensando que con nuestros actuales medios de investigación no
podemos hallar nada que no sea típico, sino de toda una clase de afecciones,
por lo menos de un grupo más limitado.
Las múltiples analogías del cuadro general de la
melancolía con el del duelo, justifican un estudio paralelo de ambos estados.
En aquellos casos en los que nos es posible llegar al descubrimiento de las
causas por influencias ambientales que los han motivado, las hallamos también
coincidentes. El duelo es, por lo general, la reacción a la pérdida de un ser
amado o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc.
Bajo estas mismas influencias surge en algunas personas, a las que por lo mismo
atribuimos una predisposición morbosa, la melancolía en lugar del duelo. Es
también muy notable que jamás se nos ocurra considerar el duelo como un estado
patológico y someter al sujeto a un tratamiento médico, aunque se trata de un
estado que le impone considerables desviaciones de su conducta normal.
Confiamos, efectivamente, en que al cabo de algún tiempo desaparecerá por sí
solo y juzgaremos inadecuado e incluso perjudicial perturbarlo. La melancolía
se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una
cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar,
la inhibición de todas las funciones y la disminución de amor propio. Esta
última se traduce en reproches y acusaciones, de que el paciente se hace objeto
a sí mismo, y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo. Este
cuadro se nos hace más inteligible cuando reflexionamos que el duelo muestra
también estos caracteres, a excepción de uno solo; la perturbación del amor
propio. El duelo intenso, reacción a la pérdida de un ser amado, integra el
mismo doloroso estado de ánimo, la cesación del interés por el mundo exterior
-en cuanto no recuerda a la persona fallecida-, la pérdida de la capacidad de
elegir un nuevo objeto amoroso -lo que equivaldría a sustituir al desaparecido-
y al apartamiento de toda actividad no conectada con la memoria del ser
querido. Comprendemos que esta inhibición y restricción del yo es la expresión
de su entrega total al duelo que no deja nada para otros propósitos e
intereses. En realidad, si este estado no nos parece patológico es tan sólo
porque nos lo explicamos perfectamente.
Aceptamos también el paralelo, a consecuencia del
cual calificamos de «doloroso» el estado de ánimo del duelo. Su justificación
se nos evidenciará cuando lleguemos a caracterizar económicamente el dolor.
Mas, ¿en qué consiste la labor que el duelo lleva a cabo? A mi juicio, podemos
describirla en la forma siguiente: el examen de la realidad ha mostrado que el
objeto amado no existe ya y demanda que la libido abandone todas sus ligaduras
con el mismo. Contra esta demanda surge una oposición naturalísima, pues
sabemos que el hombre no abandona gustoso ninguna de las posiciones de su
libido, aun cuando les haya encontrado ya una sustitución. Esta oposición puede
ser tan intensa que surjan el apartamiento de la realidad y la conservación del
objeto por medio de una psicosis desiderativa alucinatoria. (Cf. el estudio que
precede.) Lo normal es que el respeto a la realidad obtenga la victoria. Pero
su mandato no puede ser llevado a cabo inmediatamente, y sólo es realizado de
un modo paulatino, con gran gasto de tiempo y de energía de carga, continuando
mientras tanto la existencia psíquica del objeto perdido. Cada uno de los
recuerdos y esperanzas que constituyen un punto de enlace de la libido con el
objeto es sucesivamente despertado y sobrecargado, realizándose en él la
sustracción de la libido. No nos es fácil indicar en términos de la economía
por qué la transacción que supone esta lenta y paulatina realización del
mandato de la realidad ha de ser tan dolorosa. Tampoco deja de ser singular que
el doloroso displacer que trae consigo nos parezca natural y lógico. Al final
de la labor del duelo vuelve a quedar el yo libre y exento de toda inhibición.
Apliquemos ahora a la melancolía lo que del duelo
hemos averiguado. En una serie de casos constituye también evidentemente una
reacción a la pérdida de un objeto amado. Otras veces, cuando las causas
estimulantes son diferentes, observamos que la pérdida es de naturaleza más
ideal. El sujeto no ha muerto, pero ha quedado perdido como objeto erótico (el
caso de la novia abandonada). Por último, en otras ocasiones creemos deber
mantener la hipótesis de tal pérdida; pero no conseguimos distinguir claramente
qué es lo que el sujeto ha perdido, y hemos de admitir que tampoco a éste le es
posible percibirlo conscientemente. A este caso podría reducir también aquel en
el que la pérdida, causa de la melancolía, es conocida al enfermo, el cual sabe
a quién ha perdido, pero no lo que con él ha perdido. De este modo nos veríamos
impulsados a relacionar la melancolía con una pérdida de objeto sustraída a la
conciencia, diferenciándose así del duelo, en el cual nada de lo que respecta a
la pérdida es inconsciente.
En el duelo nos explicamos la inhibición y la falta
de interés por la labor de duelo, que absorbe el yo. La pérdida desconocida,
causa de la melancolía, tendría también como consecuencia una labor interna
análoga, a la cual habríamos de atribuir la inhibición que tiene efecto en este
estado. Pero la inhibición melancólica nos produce una impresión enigmática,
pues no podemos averiguar qué es lo que absorbe tan por completo al enfermo. El
melancólico muestra, además, otro carácter que no hallamos en el duelo: una
extraordinaria disminución de su amor propio, o sea un considerable
empobrecimiento de su yo. En el duelo el mundo aparece desierto y empobrecido
ante los ojos del sujeto.
En la melancolía es el yo lo que ofrece estos
rasgos a la consideración del paciente. Este nos describe su yo como indigno de
toda estimación, incapaz de rendimiento valioso alguno y moralmente condenable.
Se dirige amargos reproches, se insulta y espera la repulsa y el castigo. Se
humilla ante todos los demás y compadece a los suyos por hallarse ligados a una
persona tan despreciable. No abriga idea ninguna de que haya tenido efecto en
él una modificación, sino que extiende su critica al pasado y afirma no haber
sido nunca mejor. El cuadro de este delirio de empequeñecimiento
(principalmente moral) se completa con insomnios, rechazo a alimentarse y un
sojuzgamiento, muy singular desde el punto de vista psicológico, del instinto,
que fuerza a todo lo animado a mantenerse en vida.
Tanto científica como terapéuticamente seria
infructuoso contradecir al enfermo cuando expresa tales acusaciones contra su
yo. Debe de tener cierta razón y describirnos algo que es en realidad como a él
le parece. Así, muchos de sus datos tenemos que confirmarlos inmediatamente sin
restricción alguna. Es realmente tan incapaz de amor, de interés y de
rendimiento como dice; pero todo esto es secundario y constituye, según
sabemos, un resultado de la ignorada labor que devora a su yo, y que podemos
comparar a la labor del duelo. En otras de sus acusaciones nos parece también
tener razón, comprobando tan sólo que percibe la verdad más claramente que
otros sujetos no melancólicos. Cuando en su autocrítica se describe como un hombre
pequeño, egoísta, deshonesto y carente de ideas propias, preocupado siempre en
ocultar sus debilidades, puede en realidad aproximarse considerablemente al
conocimiento de si mismo, y en este caso nos preguntamos por qué ha tenido que
enfermar para descubrir tales verdades, pues es indudable que quien llega a tal
valoración de si propio -análoga a la que el príncipe Hamlet se aplicaba y
aplicaba a todos los demás ; es
indudable, repetimos, que quien llega a tal valoración de sí propio y la
manifiesta públicamente está enfermo, ya diga la verdad, ya se calumnie más o
menos.
No es tampoco difícil observar que entre la
intensidad de la autocrítica del sujeto y su justificación real, según nuestra
estimación del mismo, no existe correlación alguna. Una mujer que antes de
enfermar de melancolía ha sido siempre honrada, hacendosa y fiel, no hablará
luego mejor de si misma que otra paciente a la que nunca pudimos atribuir tales
cualidades; e incluso la primera tiene más probabilidades de enfermar de melancolía,
que la última, de la cual tampoco nosotros tendríamos nada bueno que decir. Por
último, comprobamos el hecho singular de que el enfermo melancólico no se
conduce tampoco como un individuo normal, agobiado por los remordimientos.
Carece, en efecto, de todo pudor frente a los demás, sentimiento que
caracteriza el remordimiento normal. En el melancólico observamos el carácter
contrario, o sea el deseo de comunicar a todo el mundo sus propios defectos,
como si en este rebajamiento hallara una satisfacción.
Así, pues, carece de importancia que el paciente
tenga o no razón en su autocrítica, y que ésta coincida más o menos con nuestra
propia opinión de su personalidad. Lo esencial es que describe exactamente su
situación psicológica. Ha perdido la propia estimación y debe de tener razones
para ello. Pero, admitiéndolo así, nos hallamos ante una contradicción, que nos
plantea un complicado enigma. Conforme a la analogía de esta enfermedad con el
duelo, habríamos de deducir que el paciente ha sufrido la pérdida de un objeto;
pero de sus manifestaciones inferimos que la pérdida ha tenido efecto en su
propio yo. Antes de ocuparnos de esta contradicción consideraremos la
perspectiva que la afección del melancólico nos abre en la constitución del yo
humano. Vemos, en efecto, cómo una parte del yo se sitúa enfrente de la otra y
la valora críticamente, como si la tomara por objeto. Subsiguientes
investigaciones nos confirman que la instancia crítica, disociada aquí del yo,
puede demostrar igualmente en otras distintas circunstancias su independencia.
Proporcionándonos base suficiente para distinguirla del yo. Es ésta la
instancia a la que damos corrientemente el nombre de conciencia (moral).
Pertenece, con la censura de la conciencia y el examen de la realidad, a las grandes
instituciones del yo y puede enfermar por sí sola, como más adelante veremos.
En el cuadro de la melancolía resalta el descontento con el propio yo, desde el
punto de vista moral, sobre todas las demás críticas posibles. La deformidad,
la fealdad, la debilidad y la inferioridad social no son tan frecuentemente
objeto de la autovaloración del paciente. Sólo la pobreza o la ruina ocupan,
entre las afirmaciones o temores del enfermo, un lugar preferente.
Una observación nada difícil nos lleva luego al esclarecimiento
de la contradicción antes indicada. Si oímos pacientemente las múltiples
autoacusaciones del melancólico, acabamos por experimentar la impresión de que
las más violentas resultan con frecuencia muy poco adecuadas a la personalidad
del sujeto y, en cambio, pueden adaptarse, con pequeñas modificaciones, a otra
persona, a la que el enfermo ama, ha amado o debía amar. Siempre que
investigamos estos casos queda confirmada tal hipótesis, que nos da la clave
del cuadro patológico haciéndonos reconocer que los reproches con los que el
enfermo se abruma corresponden en realidad a otra persona, a un objeto erótico,
y han sido vueltos contra el propio yo. La mujer que compadece a su marido por
hallarse ligado a un ser tan inútil como ella, reprocha en realidad al marido
su inutilidad, cualquiera que sea el sentido que dé a estas palabras. No
podemos extrañar que entre estos reproches, correspondientes a otra persona y
vueltos hacia el yo, existan algunos referentes realmente al yo; reproches cuya
misión es encubrir los restantes y dificultar el conocimiento de la verdadera
situación. Estos reproches proceden del pro y el contra del combate amoroso,
que ha conducido a la pérdida erótica. También la conducta de los enfermos se
nos hace ahora más comprensible. Sus lamentos son quejas; no se avergüenzan ni
se ocultan, porque todo lo malo que dicen de sí mismos se refiere en realidad a
otras personas, y se hallan muy lejos de testimoniar, con respecto a los que
los rodean, la humildad y sometimiento que correspondería a tan indignas
personas como afirman ser, mostrándose, por el contrario, sumamente irritables
y susceptibles y como si estuvieran siendo objeto de una gran injusticia. Todo
esto sólo es posible porque las reacciones de su conducta parten aún de la constelación
anímica de la rebelión, convertida por cierto proceso en el opresivo estado de
la melancolía.
Fácilmente podemos reconstruir este proceso. Al
principio existía una elección de objeto, o sea enlace de la libido a una
persona determinada. Por la influencia de una ofensa real o de un desengaño,
inferido por la persona amada, surgió una conmoción de esta relación objetal,
cuyo resultado no fue el normal, o sea la sustracción de la libido de este
objeto y su desplazamiento hacia uno nuevo, sino otro muy distinto, que parece
exigir, para su génesis, varias condiciones. La carga del objeto demostró tener
poca energía de resistencia y quedó abandonada; pero la libido libre no fue
desplazada sobre otro objeto, sino retraída al yo, y encontró en éste una
aplicación determinada, sirviendo para establecer una identificación del yo con
el objeto abandonado. La sombra del objeto cayó así sobre el yo; este último, a
partir de este momento, pudo ser juzgado por una instancia especial, como un
objeto, y en realidad como el objeto abandonado. De este modo se transformó la
pérdida del objeto en una pérdida del yo, y el conflicto entre el yo y la
persona amada, en una disociación entre la actividad crítica del yo y el yo
modificado por la identificación.
Una o dos cosas se deducen directamente de los
resultados y condiciones de este proceso. Por un lado, tiene que haber existido
una enérgica fijación al objeto erótico; y por otro, en contradicción con la
misma, una escasa energía de resistencia de la carga de objeto. Esta
contradicción parece exigir, según una acertadísima observación de Rank, que la
elección de objeto haya tenido efecto sobre una base narcisista; de manera que
en el momento en que surja alguna contrariedad pueda la carga de objeto
retroceder al narcisismo. La identificación narcisista con el objeto se
convierte entonces en un sustitutivo de la carga erótica, a consecuencia de la
cual no puede ser abandonada la relación erótica, a pesar del conflicto con la
persona amada. Esta sustitución del amor al objeto por una identificación es un
importante mecanismo en las afecciones narcisistas. Karl Landauer (1914) lo ha
descubierto recientemente en el proceso curativo de una esquizofrenia.
Corresponde, naturalmente, a la regresión de un tipo de la elección de objeto
al narcisismo primitivo. En otro lugar hemos expuesto ya que la identificación
es la fase preliminar de la elección de objeto, y la primera forma, ambivalente
en su expresión, utilizada por el yo para escoger un objeto. Quisiera
incorporárselo, y correlativamente a la fase oral o canibalística del
desarrollo de la libido, ingiriéndolo, o sea devorándolo. A esta relación
refiere acertadamente Abraham el rechazo a alimentarse que surge en los graves
estados de melancolía.
La conclusión a que nos lleva esta teoría, o sea la
de que la predisposición a la melancolía, o una parte de ella, depende del
predominio del tipo narcisista de la elección de objeto, no ha sido aún
confirmada por la investigación. Al iniciar el presente estudio reconocimos ya
la insuficiencia del material empírico en el que podíamos basarlo. Si nos fuera
lícito suponer que nuestras deducciones coincidan con los resultados de
observaciones, no vacilaríamos en integrar entre las características de la
melancolía la regresión de la carga de objeto a la fase oral de la libido,
perteneciente aún al narcisismo. Las identificaciones con el objeto no son
tampoco raras en las neurosis de transferencia, constituyendo, por el
contrario, un conocido mecanismo de la formación de síntomas, sobre todo en la
histeria. Pero entre la identificación narcisista y la histérica existe la
diferencia de que en la primera es abandonada la carga del objeto, mantenida,
en cambio, en la segunda, en la cual produce efectos generalmente limitados a
determinadas acciones e inervaciones. De todos modos, también en las neurosis
de transferencia es la identificación expresión de una comunidad, que puede
significar amor. La identificación narcisista es la más primitiva, y nos
conduce a la inteligencia de la identificación histérica, menos estudiada.
Así, pues, la melancolía toma una parte de sus
caracteres del duelo y otra, del proceso de la regresión de la elección de
objeto narcisista al narcisismo. Por un lado es, como el duelo, una reacción a
la pérdida real del objeto erótico; pero, además, se halla ligada a una
condición, que falta en el duelo normal, o la convierte en duelo patológico
cuando se agrega a ella. La pérdida de objeto erótico constituye una excelente
ocasión para hacer surgir la ambivalencia de las relaciones amorosas. Dada una
predisposición a la neurosis obsesiva, la ambivalencia presta al duelo una
estructura patológica, y la obliga a exteriorizarse en el reproche de haber
deseado la pérdida del objeto amado o incluso ser culpable de ella. En tales
depresiones obsesivas, consecutivas a la muerte de personas amadas, se nos
muestra la obra que puede llevar a cabo por sí solo el conflicto de la
ambivalencia cuando no existe simultáneamente la retracción regresiva de la
libido. Las situaciones que dan lugar a la enfermedad en la melancolía van más
allá del caso transparente de la pérdida por muerte del objeto amado, y
comprenden todas aquellas situaciones de ofensa, postergación y desengaño, que
pueden introducir, en la relación con el objeto, sentimientos opuestos de amor
y odio o intensificar una ambivalencia preexistente.
Este conflicto por ambivalencia, que se origina a
veces más por experiencias reales y a veces más por factores constitucionales,
ha de tenerse muy en cuenta entre las premisas de la melancolía. Cuando el amor
al objeto, amor que ha de ser conservado, no obstante el abandono del objeto,
llega a refugiarse en la identificación narcisista, recae el odio sobre este
objeto sustitutivo, calumniándolo, humillándolo, haciéndole sufrir y encontrando
en este sufrimiento una satisfacción sádica. El tormento, indudablemente
placentero que el melancólico se inflige a si mismo significa, análogamente a
los fenómenos correlativos de la neurosis obsesiva, la satisfacción de
tendencias sádicas y de odio ,
orientadas hacia un objeto, pero retrotraídas al yo del propio sujeto en la
forma como hemos venido tratando. En ambas afecciones suele el enfermo
conseguir por el camino indirecto del autocastigo su venganza de los objetos
primitivos y atormentar a los que ama, por medio de la enfermedad, después de
haberse refugiado en ésta para no tener que mostrarle directamente su
hostilidad.
La persona que ha provocado la perturbación
sentimental del enfermo, y hacia la cual se halla orientada su enfermedad, suele
ser una de las más íntimamente ligadas a ella. De este modo, la carga erótica
del melancólico hacia su objeto experimenta un doble destino. Una parte de ella
retrocede hasta la identificación, y la otra, bajo el influjo del conflicto de
ambivalencia, hasta la fase sádica, cercana a este conflicto. Este sadismo nos
aclara el enigma de la tendencia al suicidio, que tan interesante y tan
peligrosa hace a la melancolía. Hemos reconocido como estado primitivo y punto
de partida de la vida instintiva un tan extraordinario amor a sí mismo del yo;
y comprobamos, en el miedo provocado por una amenaza de muerte, la liberación
de tan enorme montante de libido narcisista, que no comprendemos cómo el yo
puede consentir en su propia destrucción. Sabíamos, ciertamente, que ningún
neurótico experimenta impulsos al suicidio que no sean impulsos homicidas,
orientados primero hacia otras personas y vueltos luego contra el yo; pero
continuábamos sin comprender por medio de qué juego de fuerzas podían
convertirse tales impulsos en actos. El análisis de la melancolía nos muestra
ahora que el yo no puede darse muerte sino cuando el retorno de la carga de
objeto le hace posible tratarse a si mismo como un objeto; esto es, cuando
puede dirigir contra sí mismo la hostilidad que tiene hacia un objeto;
hostilidad que representa la reacción primitiva del yo contra los objetos del
mundo exterior. (Cf. Los instintos y sus destinos.) Así, pues, en la regresión
de la elección narcisista de objeto queda el objeto abandonado; mas, a pesar de
ello, ha demostrado ser más poderoso que el yo. En el suicidio y en el
enamoramiento extremo -situaciones opuestas- queda el yo igualmente dominado
por el objeto, si bien en forma muy distinta.
Parece también justificado derivar uno de los
caracteres más singulares de la melancolía -el miedo a la ruina y al
empobrecimiento- del erotismo anal, desligado de sus relaciones y transformado
regresivamente. La melancolía nos plantea aún otras interrogaciones, cuya
solución nos es imposible alcanzar por ahora. Comparte con el duelo el carácter
de desaparecer al cabo de cierto tiempo, sin dejar tras sí grandes
modificaciones. En el duelo explicamos este carácter, admitiendo que era
necesario un cierto lapso para la realización detallada del mandato de la
realidad; labor que devolvía al yo la libertad de su libido, desligándola del
objeto perdido. En la melancolía podemos suponer al yo entregado a una labor
análoga; pero ni en este caso ni en el del duelo, logramos llegar a una
comprensión económica del proceso. El insomnio de la melancolía testimonia,
quizá, de la rigidez de este estado, o sea de la imposibilidad de que se lleve
a cabo la retracción general de las cargas, necesaria para el establecimiento
del estado de reposo. El complejo melancólico se conduce como una herida
abierta. Atrae a si de todos lados energías de carga (a las cuales hemos dado
en las neurosis de transferencia el nombre de «contracargas»), y alcanza un
total empobrecimiento del yo, resistiéndose al deseo de dormir del yo. En el
cotidiano alivio del estado melancólico, durante las horas de la noche, debe de
intervenir un factor, probablemente somático, inexplicable desde el punto de
vista psicógeno. A estas reflexiones viene a agregarse la pregunta de si la
pérdida del yo no bastaría por si sola, sin intervención ninguna de la pérdida
del objeto, para engendrar la melancolía. Igualmente habremos de plantearnos el
problema de si un empobrecimiento tóxico directo de la libido del yo podría ser
suficiente para provocar determinadas formas de la afección melancólicas.
La peculiaridad más singular de la melancolía es su
tendencia a transformarse en manía, o sea en un estado sintomáticamente
opuesto. Sin embargo, no toda melancolía sufre esta transformación. Algunos
casos no pasan de recidivas periódicas, cuyos intervalos muestran cuanto más un
ligerísimo matiz de manía. Otros presentan aquella alternativa regular de fases
melancólicas y maniacas, que constituye la locura cíclica. Excluiríamos estos
casos de la concepción psicógena si, precisamente para muchos de ellos, no
hubiera hallado el psicoanálisis una solución y una terapéutica. Estamos, pues,
obligados a extender a la manía nuestra explicación analítica de la melancolía.
No podemos comprometernos a alcanzar en esta tentativa un resultado completamente
satisfactorio. Probablemente no lograremos sino una primera orientación.
Disponemos para ella de dos puntos de apoyo, consistentes: el primero, en una
impresión derivada de la práctica psicoanalítica; y el segundo, en una
experiencia general de orden económico. La impresión, comunicada ya por
diversos observadores psicoanalíticos, es la de que el contenido de la manía es
idéntico al de la melancolía. Ambas afecciones lucharían con el mismo
«complejo», el cual sojuzgaría al yo en la melancolía, y quedaría sometido o
apartado por el yo en la manía.
El otro punto de apoyo es la experiencia de que
todos los estados de alegría, exaltación y triunfo, que nos muestran el modelo
normal de la manía, presentan la misma condicionalidad económica. Trátase en
ellos de una influencia, que hace de repente superfluo un gasto de energía
psíquica, sostenido durante largo tiempo o constituido un hábito, quedando
entonces tal gasto de energía disponible para las más diversas aplicaciones y
posibilidades de descarga. Este caso se da, por ejemplo, cuando un pobre diablo
es obsequiado por la Fortuna con una herencia, que habrá de libertarle de su
crónica lucha por el pan cotidiano; cuando una larga y penosa lucha se ve
coronada por el éxito; cuando logramos desembarazarnos de una coerción que
venía pesando sobre nosotros hace largo tiempo, etc.
Todas estas situaciones se caracterizan por un
alegre estado de ánimo, por los signos de descarga de la alegría y por una
intensa disposición a la actividad, caracteres que son igualmente los de la
manía, pero que constituyen la antítesis de la depresión e inhibición, propias
de la melancolía. Podemos, pues, atrevernos a decir que la manía no es sino tal
triunfo, salvo que el yo ignora nuevamente qué y sobre qué ha conseguido. La
intoxicación alcohólica, que pertenece a la misma clase de estados, en tanto es
uno de elación, puede explicarse de la misma forma. Aquí, probablemente por
toxinas, hay una suspensión del gasto en energía de represión. La opinión
popular gusta afirmar que una persona en un estado maniaco de este tipo
encuentra tal placer del movimiento y la acción porque está muy 'alegre'. Esta
relación falsa debe ser corregida. La verdad es que la condición económica en
la mente del sujeto, como ya hemos visto más arriba, ha sido cumplida, y esta
es la razón por la que, por un lado, está de tan buen ánimo, y por el otro, tan
desinhibido en la actividad. Si estos dos puntos de apoyo los colocamos juntos,
veremos lo que sigue.
En la manía, tiene que haber dominado el yo la
pérdida del objeto (o el duelo producido por dicha pérdida o quizá al objeto
mismo), quedando así disponible todo el montante de contracarga que el doloroso
sufrimiento de la melancolía había atraído del yo y ligado. El maniaco nos
evidencia su emancipación del objeto que le hizo sufrir, emprendiendo con
hambre voraz nuevas cargas de objeto. Esta explicación parece plausible; pero,
en primer lugar, no es aún suficientemente precisa, y en segundo, hace surgir
más problemas y dudas de los que por ahora nos es posible resolver. De todos
modos, no queremos eludir su discusión, aunque no esperemos llegar mediante
ella a un completo esclarecimiento. En primer lugar, el duelo normal supera
también la pérdida del objeto, y absorbe, mientras dure, igualmente todas las
energías del yo. Mas, ¿por qué no surge en ella ni el más leve indicio de la
condición económica, necesaria para la emergencia de una fase de triunfo
consecutiva a su término? No nos es posible dejar respuesta a esta objeción,
que refleja nuestra impotencia para indicar por qué medios económicos lleva a
cabo el duelo su labor. Quizá pueda auxiliarnos aquí una nueva sospecha. La
realidad impone a cada uno de los recuerdos y esperanzas, que constituyen
puntos de enlace de la libido con el objeto, su veredicto de que dicho objeto
no existe ya, y el yo, situado ante la interrogación de si quiere compartir tal
destino, se decide, bajo la influencia de las satisfacciones narcisistas de la
vida, a cortar su ligamen con el objeto abolido.
Podemos, pues, suponer que esta separación se
realiza tan lenta y paulatinamente, que al llegar a término ha agotado el gasto
de energía necesario para tal labor. Al emprender una tentativa de desarrollar
una descripción de la labor de la melancolía, partiendo de nuestra hipótesis
sobre la labor del duelo, tropezamos en seguida con una dificultad. Hasta ahora
no hemos atendido apenas en la melancolía al punto de vista tópico, ni nos
hemos preguntado en qué y entre cuáles sistemas psíquicos se desarrolla la
labor de la melancolía. Habremos, pues, de investigar cuál es la parte de los
procesos mentales de esta afección que se desarrolla en las cargas de objeto
inconscientes que han sido descartadas, y cual en la sustitución de las mismas
por identificación en el yo. Es fácil decir que la presentación (de cosa)
inconsciente del objeto es abandonada por la libido. Pero en realidad esta
presentación se halla representada por innumerables impresiones (huellas
inconscientes de las mismas), y la realización de la sustracción de la libido no
puede ser un proceso momentáneo, sino, como en el duelo, un proceso lento y
paulatino.
No podemos determinar si comienza simultáneamente
en varios lugares o sigue cierto orden progresivo. En los análisis se observa
que tan pronto queda activado un recuerdo como otro, y que las lamentaciones
del enfermo, fatigosas por su monotonía, proceden, sin embargo, cada vez de una
distinta fuente inconsciente. Cuando el objeto no posee para el yo una
importancia tan grande, intensificada por mil conexiones distintas, no llega su
pérdida a ocasionar un estado de duelo o de melancolía. La realización
paulatina del desligamiento de la libido es, por tanto, un carácter común del
duelo y la melancolía; se basa probablemente en las mismas circunstancias
económicas, y obedece a los mismos propósitos. Pero la melancolía posee, como
ya hemos visto, un contenido más amplio que el duelo normal. En ella, la
relación con el objeto queda complicada por el conflicto de ambivalencia. Esta
puede ser constitucional, o sea depender de cada una de las relaciones eróticas
de este especial yo, o proceder de los sucesos, que traen consigo la amenaza de
la pérdida del objeto. Así, pues, las causas estimulantes de la melancolía son
más numerosas que las del duelo, el cual sólo es provocado en realidad por la
muerte del objeto. Trábanse así en la melancolía infinitos combates aislados en
derredor del objeto, combates en los que el odio y el amor luchan entre sí; el
primero, para desligar a la libido del objeto, y el segundo, para evitarlo.
Estos combates aislados se desarrollan en el
sistema Inc., o sea en el reino de las huellas mnémicas de cosas (en oposición
a las cargas verbales). En este mismo sistema se desarrollan también las
tentativas de desligamiento del duelo; pero en este caso no hay nada que se
oponga al acceso de tales procesos a la conciencia por el camino normal a
través del sistema Prec. Este camino queda cerrado para la labor melancólica,
quizá a causa de numerosos motivos o aislados o de acción conjunta. La
ambivalencia constitucional pertenece de por sí a lo reprimido. Los sucesos
traumáticos, en los que ha intervenido el objeto, pueden haber activado otros
elementos reprimidos. Así, pues, la totalidad de estos combates, provocados por
la ambivalencia, queda sustraída a la conciencia hasta que acaece el desenlace
característico de la melancolía.
Este desenlace consiste, como sabemos, en que la
carga de libido amenazada abandona por fin el objeto; pero solo para retraerse
a aquel punto del y o del que había emanado. El amor elude de este modo la
extinción, refugiándose en el yo. Después de esta represión de la libido puede
hacerse consciente el proceso, y se representa a la conciencia como un
conflicto entre una parte del yo y la instancia crítica. Así, pues, lo que la
conciencia averigua de la labor melancólica no es la parte esencial de la
misma, ni tampoco aquella a la que podemos atribuir una influencia sobre la
solución de la enfermedad. Vemos que el yo se humilla y se encoleriza contra sí
mismo; pero sabemos tan poco como el propio paciente de cuáles pueden ser las
consecuencias de esto ni de cómo modificarlo. Por analogía con el duelo podemos
atribuir a la parte inconsciente de la labor melancólica tal influencia
modificadora. Del mismo modo que el duelo mueve al yo a renunciar al objeto,
comunicándole su muerte y ofreciéndole como premio la vida para decidirle; así
disminuye, cada uno de los combates provocados por la ambivalencia, la fijación
de la libido al objeto, desvalorizándolo, denigrándolo y, en definitiva, asesinándolo.
Es muy posible que el proceso llegue a su término en el sistema Inc., una vez
apaciguada la cólera del yo o abandonado el objeto por considerarlo carente ya
de todo valor. Ignoramos cuál de estas dos posibilidades pone fin regularmente
o con mayor frecuencia a la melancolía, y cómo este final influye sobre el
curso subsiguiente del caso. El yo puede gozar quizá de la satisfacción de
reconocerse como el mejor de los dos, como superior al objeto.
Sin embargo, ni aun aceptando esta concepción de la
labor melancólica conseguimos llegar al completo esclarecimiento deseado.
Nuestra esperanza de derivar de la ambivalencia la condición económica del
nacimiento de la manía, al término de la melancolía, podía fundarse en
analogías comprobadas en otros sectores; pero, tropezamos con un hecho que nos
obliga a abandonarla. De las tres premisas de la melancolía, la pérdida del
objeto, la ambivalencia y la regresión de la libido al yo, volvemos a hallar
las dos primeras en los reproches obsesivos consecutivos al fallecimiento de
una persona. En este caso, la ambivalencia constituye incuestionablemente el
motor del conflicto, y comprobamos que, acabado el mismo, no surge el menor
indicio de triunfo como en el estado de manía. De este modo hemos de reconocer
que el tercer factor es el único eficaz. Aquella acumulación de carga, ligada
al principio, que se libera al término de la melancolía y hace posible la
manía, tiene que hallarse relacionada con la regresión de la libido al
narcisismo. El conflicto que surge en el yo, y que la melancolía suele
sustituir por la lucha en derredor del objeto, tiene que actuar como una herida
dolorosa, que exige una contracarga, extraordinariamente elevada. Pero creemos
conveniente hacer aquí alto y aplazar la explicación de la manía hasta haber
llegado al conocimiento de la naturaleza económica del dolor físico, y después,
la del dolor psíquico, análogo a él. Sabemos ya, en efecto, que la
interdependencia de los complicados problemas anímicos nos obliga a abandonar
sin terminarla cada una de nuestras investigaciones parciales hasta tanto que
los resultados de otra nos auxilien en su continuación .